La Verraquina

SENDA LITERARIA - > Puñaladita. Begoña Gómez Pérez

Cuando mi abuela Adela cocinaba, yo la miraba, pegada a su mandil.

Allí, en su casa de la plaza, el tiempo era mucho para pocas cosas, y la acompañaba en todas.

Atender en el estanco, que estaba en la entrada al lado de la cocina, donde alguna vez me dejaban despachar. Diciendo–con gracia de niña repipi–:”Me llamo Begoñita y el que tenga una peseta que me la dé”.

También me dejaban cobrar, que era lo más difícil y emocianante. Al abrir el cajón se veían las monedas colocadas en sus cajitas recuoeradas de otros fines, colocarlas y luego coger la vuelta, y diciéndolas en voz alta dar el cambio a un cliente paciente y simpático, que aceptaba con agrado el juego,

Leer cuentos y novelas, siempre nuevas. Pues las cambiábamos casi diariamente con un puñado de niñas, niños y algún que otro adulto, que periódicamente venían con su propia carpeta azul de cartón, llena de obras similiares, según sus propios gustos.

Había mucha variedad; cuentos de hadas, fotonovelas, vidas de santos, hazañas bélicas,

de miedo, tebeos, héroes… más o menos nacionales, etc.

Se iba haciendo el recorrido portodas las tiendas y los patios de casas particulares, en las que se cambiaban cuentos.

En el estanco de mi tía y mi abuela, era un cambio gratuito, a diferencia de otros lugares en los que se cobraba una pequeña cantidad por la transacción. Nosotras teníamos como principal criterio el no haberlas leído y por supuesto,que estuvieran completas, aunque sí podían estar remendadas por el mucho uso. En muchas ocasiones este remiendo se hacía con la cinta adhesiva blanca, que sobraba de los pliegos de los sellos de correos, colocada de tal forma que no tapara ni una letra.

Después de comer,escuchabamos la novela de la radio, mientras hacíamos algún pico o puntilla de ganchillo, o cosíamos. Las mujers mayores arreglaban prendas y yo, la niña, algún trapito para las muñecas. Elegía la tela y la prenda, blusitas, vestiditos o faldas, de una caja con las muestras de telas que las niñas cuando nos juntabamos —para no pasar apoyarnos en la empresa—pedíamos en los comercios cercanos. O las pequeñas sobras de nuestros vestidos confeccionados por las modistas del pueblo, que tenían los talleres en sus propias casas.

Por la noche nos jugabarnos a la brisca, las paciencias o las lágrimas, que vendían en la dulcería de al lado.

Y cocinar…sobretodo recuerdo, sus manos cocinando.

La cocina era diminuta: un fogón de butano, una pila de cemento, la tarrilla de castaño con la sal en una tacita desportillada y en un tazón; la cebolla, el ajo y el perejil.La lata de pimiento molido, estaba guardada en la alacena para evitar que se humedeciera y oxidara por la humedad del guisar.

Ella troceaba los ingredientes con una navajita de hierro,deformada en su filo, por la fuerza de los incontables afilados que había sufrido a lo largo de su también probablemente, larga existencia.

Picaba los vegetales contra su propia mano.

La navaja contra la cebolla, y contra si, con la sutileza de sólo traspasar la carne del fruto y no llegar a la suya propia.

Observarla me subyugaba, pues en la uña de su pulgar tenía una cicatriz que casi la dividía en dos. Le daba la forma de un corazón partido.

Hubo un momento en su vida, en que se hirió gravemente cocinando.

Tal vez, machando la carne antes de cocinarla ablandándola a golpes con un rollo del río, o haciéndola trozos pequeños contra una madera casi deshecha en cicatrices de otros tantos picados de carne, que había que terminar de preparar en casa antes de poder cocinarse…

Nunca se lo pregunté,me daba miedo saberlo.

Me parecían de juguete, la pequeña cantidad de ingredientes que usaba; poca cebolla, poco ajo y poco perejil,aunque inesperadamente sacaban su fuerte sabor al ser cocinados.

El perejil era arrancado del tallo con los dedos y la belleza de la forma de su hoja aromatizaba el guiso y aparecia de sopetón como una verdura, y a veces, la única, en las tortillas francesas.

Mas para siempre, ha quedado en mi memoria de las manos de mi abuela cocinando, la precisa medida del pimiento molido.

Para los cinco comensales que éramos: mi tía María y mi tio Ubaldo -sus hermanos solteros-,mi abuela, mi abuelo Aniano y yo, y para todos los guisos que llevaran pimentón, la medida era la misma, la punta colmada de la navajilla de cocinar.

El gesto de coger esa navaja, abrir, haciendo palanca la tapa apretada de la lata, introducir la punta unos centímetros, sacarla, comprobar que la medida estuviera colmada y como un puñal, rasgar la superficie líquida del guiso, ensangrentar toda la comida con ese color rojo anaranjado, como un gesto final en esa representación de la delicia futura.

Después, esperar un poco al pimentón a que se mezcle, se cueza, se diluya y coloree levemente el plato.

Añadiendo el sabor ahumado, un poco picante y ácido, recuerdos del fruto fresco del que sale.

Deliciosa puñaladita, medida y golpe, de una exquisita herida en la comida de mi infancia.

Begoña Gómez Pérez

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Cesar Martín Ortíz